A las personas que realizaban esta profesión se les llamaba copistas, la gran mayoría de ellos no sabía leer ni escribir, simplemente copiaban las formas de las letras.
En Europa durante la Edad Media los monjes fueron los encargados de ocupar esta labor manteniendo el legado escrito de la Antigüedad. La tarea principal era copiar los códices y manuscritos.
Con este trabajo se pretendía tener copias duraderas para incluirlas en las bibliotecas de las abadías y conventos para poder usarlas durante siglos. Tal era la importancia de los monjes copistas que hasta tenían una sala dedicada a la que llamaron scriptorium.
Un copista experimentado era capaz de escribir de 2 a 3 folios por día con una caligrafía excelente. Solo escribir un manuscrito completo tomaba meses de trabajo, posteriormente tendrían que ilustrarlo.
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